miércoles, 19 de marzo de 2014

Palabras de esperanza

Metro. Siete y media de la mañana. Los privilegiados que tienen empleo en estos tiempos difíciles comienzan su rutina diaria, aquí, en los vagones del metro. No había mucha gente: tipos trajeados, jóvenes estudiantes y algún señor mayor. Con el sueño como telón de fondo, miraba a los usuarios habituales que, como yo, buscaban la forma de matar el tiempo del trayecto. La mayoría miraban distraídos el móvil con expresiones de lo más variopintas: sonrisas tímidas, ceños fruncidos o expresiones neutras.
La felicidad se define como un estado de ánimo que se produce cuando una persona logra realizarse. Satisfacción y alegría; esos son los términos clave para su definición.
Cada vez que el metro hacía parada, más gente se unía a la fiesta gris de la rutina. Más gente de toda clase subía al metro. Hombres, mujeres y niños de toda etnia y condición pasaban ante mi, se sentaban y perdían sus miradas. Aquello era como un reflejo de la sociedad en miniatura. Una microsociedad.
Si la felicidad es un estado de ánimo, ¿significa eso que es un estado pasajero? ¿Como cuando estás contento, triste o enfadado? Es más, si es un estado de ánimo... ¿Depende entonces de nosotros? ¿De nuestro interior?
Muchos de los usuarios del metro habían bajado ya y otros acababan de subir. El metro era un lugar dinámico; tenía vida propia. Como el corazón que bombea sangre, el metro bombeaba personas. El metro, como corazón, se encargaba de impulsar a la gente por la ciudad, que no era más que un cuerpo que necesitaba sangre para funcionar. Aquel curioso símil me dibujó una sonrisa en la cara.
Alguien me dijo que en la vida todo se reduce a ser feliz o no serlo. No estoy satisfecho con lo que hago, luego no soy feliz. Mi vida es un desperdicio, una pérdida de tiempo. Una cifra más en la seguridad social y una carga para mis padres. Son tiempos difíciles y yo estoy aquí, viendo las horas pasar para después suspirar por el tiempo que nunca volverá a darme una segunda oportunidad.

Tarde. Regreso a casa. En el bus, la gente no es como en el metro. Quizá es porque la gente se anima más a hablar o quizá es porque se puede ver el paisaje de la ciudad. Me acordé de la comparación que había hecho esa mañana con el metro y el corazón. El bus puede ser como las venas. Las venas tienen un recorrido fijo por el cuerpo y hacen que la sangre circule por ellas. El autobús se inclinó de pronto a la derecha y empezó a emitir un pitido regular. Un joven usuario minusválido subió con una expresión risueña y jovial, saludando a todo el mundo y dando las buenas tardes. Aquel rayo de esperanza conmovió todo mi ser.
La esperanza es también un estado de ánimo. Es una convicción por la que creemos posible conseguir lo que deseamos. ¿Qué deseo? ¿Tengo esperanza?
Pregunté al hombre en silla de ruedas. La curiosidad me pudo y la admiración y el respeto que despertó en mi aquel hombre hizo que le preguntase una indiscreción. Le pregunté por qué era así, por qué estaba más lleno de vida que cualquiera de los allí presentes. Él, desconcertado, respondió: “Porque tengo esperanza”.

Creo que ahora entiendo qué es la esperanza. El refrán dice: “mientras hay vida, hay esperanza”. La vida depende de la esperanza y la esperanza es el fruto de la vida. Esperanza en el cambio. Esperanza en un futuro mejor. ¿Cómo si no íbamos a coger el metro cada mañana? ¿cómo si no íbamos a ser felices?

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